Transparencia tanguera de Roberto Volta |
Ama el tango y el mate. Le gustan el fútbol y los perros. Respeta a los gatos y a las mujeres. Todo en ese orden.
Será por una cuestión de orden, entonces, que la mujer un día se le piantó. Ya estaba harta de ser “el último orejón del tarro” - como dicen-, pasarse todo el día cebando mate, fregando y atendiendo al hombre, para que los sábados él se fuera solo a la milonga. “No me voy de garufa, me voy a bailar. Si vos no servís ni pa’ tararear un tango... ¿a qué vas a venir?...a junarme nomás... No te pongás cargosa... querés...”
La mujer se le fue con otro. Otro que bailaba boleros, tomaba café o gaseosa y le traía flores al menos dos veces por semana.
Y ahí se quedó Eusebio: solo como un perro y con el perro, con la heladera llena de carne (para el perro, que era el único que la comía cruda), aburrido de cebarse su propio mate, con un montón de ilusiones perdidas y otro montón de pilchas para lavar y para planchar.
¿Y qué podía hacer un hombre bien hombre en semejantes circunstancias? Por supuesto: irse a vivir con su mamá. La viejita, siempre sonriente, cantando por los rincones, feliz de tener a su hijito del alma de nuevo con ella, lejos de esa bruja desagradecida. La viejita estaba siempre dispuesta para el mate, cocinaba que ni doña Petrona, lo atendía como a un rey. Si hasta le ponía un clavel rojo en el ojal cada vez que salía para la milonga...
La vida de Eusebio era una fiesta.
Hasta que llegó la carta y atrás de la carta, el cartero, que miraba a su mamá con cara de ternero degollado. Aguantó a pie firme las llamadas y las flores, pero cuando ella le vino con la pavada esa de que no podía plancharle la camisa blanca para ir a la milonga porque tenía que arreglarse para salir, ya no aguantó más. “Un hombre tiene que saber cuándo hay que poner los puntos sobre las íes”- se dijo- y, matecito de por medio, habló con la vieja.
“Que esto se está pasando de castaño oscuro... que qué clase de gilún le arrastra el ala a una señora de su casa con un hijo, por más que haya enviudado hace quince años... que si no piensa en lo que dirán sus vecinos... que si no lleva la cuenta de los años que ha cumplido...”
La mujer lo escuchó atentamente. No hizo ningún berrinche. Pero al día siguiente dejó una notita sobre la mesa del comedor y se fue con el cartero.
Eusebio, solo otra vez, tomaba mate y lagrimeaba. Como un macho lagrimeaba. “Qué falta de respeto, qué atropello a la razón...”
Y una noche, apareció. En el comedor, volaba (¿o se deslizaba por el aire?) de un lado para otro. “Grande pa’ bicho” –pensó- “chico pa’ pájaro, muy claro pa’ murciélago, poco colorido pa’ mariposa...” Cuando aquello se posó sobre la mesa, él se acercó para mirar mejor. Era casi transparente, tenía cuerpo de mujer, pelo rubio, largo, rizado. No dudó ni un instante, porque cuando era purrete, la viejita –esa ingrata- le leía cuentos: era un hada. ¿Un hada madrina? Un hada rara: estaba vestida con una pollerita cortona, una blusa escotada ajustada al cuerpo, zapatos de taco alto y fino y un pañuelito verde anudado en el cuello. ¡Un hada arrabalera!
Puso un tango y la miró otra vez. Ella empezó a hacer ochos sobre la mesa con una gracia especial. Él se rió y entonces el hada le clavó los ojos: lo desafiaba, sí. Eusebio se alejó y la cabeceó.
La minita caminó hacia él con una mano en la cintura, contoneándose y siguiendo el compás. A medida que avanzaba, iba creciendo. Cuando estuvieron enfrentados, era como una mujer de carne y hueso, alta y esbelta, tierna y sensual a la vez.
Bailaron hasta el amanecer. Con las primeras luces, Azucena –así dijo que se llamaba- volvió a hacerse chiquita y se alejó por el aire.
La escena se repitió noche tras noche. Eusebio ¡se agarró un metejón...! La veía llegar y la magia lo envolvía, se sentía embriagado, apasionado como nunca. Ya no le importaban ni la traición de su mujer ni el abandono de su madre –esa ingrata-, ni los muchachos del bar, ni la milonga de los sábados. Y lo más grave era que se negaba a creer en los peligros de ese amor absurdo. Ella le había jurado amor eterno, sentada bajo la Santa Rita del patio.
El hada también se enamoró. Decidida a luchar por su amor, se presentó ante el Gran Consejo, dispuesta a abandonar su condición de hada para permanecer al lado de él, convertida en una simple mortal. Como bien se sabe, el Consejo de ese reino no puede ni debe impedir que ninguna hada actúe en contra de su voluntad. Solamente le aconsejaron que reflexionara cuidadosamente. Pero Azucena estaba enamorada y ni el llanto de su madre ni el de sus hermanas lograron hacerla cambiar de parecer.
“Pebeta porteña” le decía Eusebio con los ojos a media asta. Y le recitaba los versos de Gandolfi:
Pebeta porteña, tu andar majestuoso,
te declara reina del viejo arrabal,
tiembla en tus caderas un tango meloso
con acordes graves de marcha triunfal.
Los meses pasaron. Vivir con Azucena era realmente mágico. Se había convertido en una mujer hermosa, alegre, perfecta por donde se la mirara. Pero no había magia alguna que pudiera convertirla en una ama de casa. Solamente había aprendido a cebar mate y ya era más que suficiente para una ex -hada. Un día, Eusebio le salió –como quien no quiere la cosa- con aquellos versos de Daniel Giribaldi:
Cuando voy a mi cotorro
lo veo desarreglado.
Ni las pilchas has planchado,
la pasás a puro atorro
y, encima, fruncís el morro
si yo hago algún espamento.
Al final, lo que más siento
es el haberme engrupido:
¡al pie de un árbol floridome hiciste tu juramento!
Ella, ni lerda ni perezosa, le puso el grito en el cielo:
-Pero ¿vos qué te pensás? ¿Qué yo me tomé el pire del reino de las hadas, con todo lo que eso significa, para convertirme en tu sierva? ¿Que me vas a verduguear como a la otra pobre infeliz? ¡Andá a buscar a tu vieja con esos versos, que por algo se habrá rajado con el cartero! Y si no tenés guita pa’ pagarte alguna gila que te tenga la ropa planchada y la comida lista...hacételo vos, queridito, que las manos y las piernas las tenés pa’ algo más que pa’ bailar...
Y sí. A Eusebio se le acabó la plata, así que cuando vuelve del laburo, con una bolsita en cada mano, se pone a hacer las cosas de la casa. Mientras tanto, Azucena, el hada del arrabal, su pebeta porteña, mira la novela de las siete y, de vez en cuando, le dice:
-Che, Eusebio, prendé el ventilador y cebáme unos mates... Y apagá ese pucho, querés, que no puedo ni respirar...
MORALEJA (Sí, aunque no lo creas, lector, éste es un cuento con moraleja): Si alguien pretende cambiar a un macho bien macho, a un verdadero macho argentino, tiene que ser un hada o una bruja. Si solo sos un mortal común, olvidalo.
Es muy bello y gracioso!
ResponderEliminarjajaj me encanto...me parece que lo voy a incluir para narrarlo...gracias
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