Miró la escalera. Los escalones se veían brillantes, como recién encerados.
Eran solamente trece -los había contado tantas veces…-, pero le parecían más.
La escalera eterna estiraba su decisión. Pero sin duda había llegado el
momento. Bajó la mirada y estiró el cuello de la remera en busca de aire.
Volvió a mirar la escalera y la imaginó de agua, imposible de subir.
Sacudió la cabeza.
Seguía tomado del barral que hacía de pasamanos y no se atrevía siquiera a
poner un pie en el primer escalón.
Por fin, lo hizo. Y ya con el primer paso andado, se preguntó si estaba
bien despertar a su mujer con semejante noticia.
Ahora o nunca, pensó. Y subió tres escalones más. Escuchó que ella tosía y
se detuvo. ¿Estará enferma? ¿Se sentirá mal? ¿Y si se enferma cuando…? Apoyó la
punta del pie izquierdo en el escalón anterior.
No importa, se dijo. Y siguió subiendo.
Volvió a detenerse. Esta vez se sentó a mitad de la escalera, codos sobre
las rodillas, manos tapándose la cara, como si pudiera así esconderse de sí
mismo, de la realidad, de la vida que lo esperaba.
Y la escalera se hizo de arena, se hizo pantano, y él se hundía y no podía
ni siquiera pedir auxilio.
Cuando sintió el sabor salado de la primera lágrima, se puso de pie y
terminó de subir.
El último escalón le regaló seguridad, valentía. ¡Qué tanto dudar!, pensó. Él
la había amado, la amaba todavía, y sabía que la iba a destruir. Pero era su vida,
una vida.
Entró al dormitorio que olía a ella. Frunció la nariz y se sentó a los pies
de la cama.
Ella despertó. Su mirada esbozó una sonrisa y casi entre sueños le pareció escuchar:
—Tengo que decirte algo.
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