Abro la puerta y
le aviso al muchacho que enseguida voy. Entro, me pongo el tapabocas (el de
flores, el más bonito de los diez que me hice), y atravieso el patio hasta la
reja.
Me espera, con el paquete en las manos, el mismo muchacho que me trajo la estufa la semana pasada: alto, pelo oscuro, ojos tan lindos que… Me sonríe, y lo sé porque los ojos se le achinan y las mejillas se rellenan y suben. Mientras firmo, me pregunto cómo se verá su boca en esa sonrisa oculta. Hasta la próxima, le digo.
Vuelvo a la casa
-al encierro- y pienso qué puedo comprar para volver a verlo. Tiene que ser en
el mismo lugar para que manden a la misma empresa. Hace unos días compré en
otro negocio y mandaron a otro pibe, por cierto, nada atractivo. Y ya sé
también que tengo que mirar bien la fecha de entrega, porque él (todavía no sé
su nombre) tiene franco los martes. Esto del día libre lo supe con la compra de
un cargador para celulares.
Compro otro
cargador (ya tengo cuatro para un solo teléfono). Lo entregan el miércoles. Tendré
que maquillarme ese día, desde temprano, por si acaso.
La espera se me
hizo eterna, pero por fin vuelvo a verlo. Me pongo el tapabocas rojo, que hace
juego con el sweater que tengo puesto.
—Buenas tardes,
Lorena —. Otra vez yo por acá.
—Hola —contesto y
me atrevo—. Y tu nombre, ¿cuál es?
—Darío —me dice y
sus ojos se achinan dulcemente.
Casi ni miro
dónde firmo por mantener la mirada clavada en la suya.
¿Qué más puedo encargar? En realidad, no compré hasta ahora nada que
necesitara con o sin urgencia. Escribo una lista para varios días: tarjeta de
memoria, cucharón de silicona, enjuague bucal, un juego de lapiceras, una
libreta, alimento para gatos (me voy a conseguir un gato algún día).
En la entrega del
enjuague bucal, sucedió lo inesperado:
—Hola, Lorena.
—Hola, Darío.
—¿Sabés que sos
la persona que más cosas compra en el barrio?
¡Ay, no! Me va a
tomar por una compradora compulsiva y eso no tiene nada que ver conmigo en
tiempos normales. ¿Qué hago?, me pregunté al borde de un infarto.
—¿Sí? No sabía… —Y
en un ataque de sincericidio— Es que me gusta ver al mensajero…
Calculo que se me
incendiaron las mejillas. Cuando alcé la vista, me estaba tendiendo un papel
con su teléfono.
Desde ese día,
charlamos siempre por WhatsApp, aunque con los tapabocas puestos “para mantener
el misterio”, decidimos.
Ya llegará el día
del café o la copa de vino. Ya llegará el día en que nuestras sonrisas salgan
al mundo, libres de virus y dispuestas a contagiar la alegría.
me encantoooo!!! te imagino mientras leo
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