viernes, 11 de julio de 2014

La comadreja (Leyenda + cuento)

Por la noche o en la madrugada, suele verse en el campo. Y menudo susto nos pegamos.
La primera impresión es que se trata de una rata gigante, pero este animalito no es ni pariente lejano de esos feos roedores. Se trata de un marsupial, como el canguro, con la cola fina, larga  y prensil, como el mono, y el cuerpo cubierto de pelos, como un perro. Aunque no es más grande que un gato, su presencia asusta; sin embargo, rara vez se muestra agresiva.
Para descansar, sus lugares preferidos son los huecos de los árboles, los espacios entre rocas o troncos, los nidos o  madrigueras de otros animales y los espacios cerrados y oscuros como los galpones.

Sale solamente de noche y puede trepar a los árboles gracias a sus pulgares oponibles  en las cuatro patas con cinco dedos cada una. También es una buena nadadora. Si se encuentra amenazada o con miedo, muestra los dientes y gruñe. Si el peligro aumenta, se hace la muerta: queda inconsciente con la boca abierta, su corazón casi no late y emana un líquido verdoso de olor horrible. Así puede quedarse horas para luego recuperar la conciencia y escapar corriendo.

Come carne de aves y otros animales pequeños, vivos o muertos. También le gustan las frutas y los huevos, y por eso es perseguida por los hombres de campo. No es raro que el marsupial se alcoholice ante el consumo de frutos silvestres fermentados. En zonas urbanas, busca desechos de comida en los tachos de basura y alimento para mascotas.

Un cuento: La comadreja y la gata

Azuleja la comadreja era pícara y ladrona desde chiquita. Cuando su mamá la tenía adentro de la bolsa tomando la teta con sus diez hermanos, Azuleja siempre los empujaba para robarles su leche. Y cuando tuvo tres meses y empezó a caminar solita, lo primero que hizo fue robar los huevos del nido de Lolo el chingolo. ¡Incurable, Azuleja!
Y caprichosa como ninguna. Al principio comía de todo: uvas, frutillas, manzanas… ¡y no había gusanito ni escarabajo ni escararriba que se le escapara! Claro que le resultaba mucho más divertido perseguir lagartijas, sapos y ranas, todos bichos movedizos que igual cazaba sin problemas. Un día se comió una víbora entera. Sus hermanos se asustaron al verla (en realidad siempre se asustaban de las locuras de Azuleja), pero se la tragó con cabeza y todo.
Hasta que una vez le ganó la pereza. Vio de lejos el alimento de la gata Renata y se fue derechito para el plato. “Mmm… ¡Qué delicia!”, pensó. Y ahí empezaron los problemas. Y los caprichos. Porque Azuleja no quería comer ninguna otra cosa: ni frutas, ni bichos, ni nada. Solamente la comida de Renata.
La pobre Renata estaba cada día más flacucha. El dueño pensaba que comía demasiado porque veía el plato siempre vacío, pero en realidad no probaba bocado casi nunca. Decidió hacer guardia, pero Azuleja se acercaba, abría su gran bocaza y gruñía, y la gatita se alejaba con la cola entre las patas. A veces, era el olor que lanzaba Azuleja lo que la espantaba. ¿Qué iba a hacer?
Un día, Renata decidió enfrentar a su ladrona enemiga. “Si ella tiene dientes filosos, yo tengo uñas”, pensó. Cuando llegó Azuleja, Renata gruñó primero, arqueó bien el lomo y se le fue encima con las uñas preparadas. Pero la pícara comadreja se hizo la muerta enseguida. Asustada, la gata corrió en busca de ayuda:
—¡Garabato, gato! ¡Vení, que me parece que la maté!
Cuando los dos llegaron a ver, ya no estaban ni la comadreja ni la comida.
“A esta la voy a curar de espanto”, decidió Renata, y juntó pedazos de frutas durante tres días. Al cuarto, mezcló los trozos malolientes con su alimento y, mostrándose muy amable, invitó a Azuleja a comer.
Dos minutos tardó la comadreja en devorar todo. Dos días le duró la borrachera. En realidad, nunca supo qué le había pasado ni por qué el alimento de Renata ya no le gustaba más.

Lo cierto es que Renata fue una gata gordita y feliz,  y Azuleja se convirtió en una comadreja cazadora de bichitos y en una excelente vecina. 

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