El muchacho se parecía a la palabra fantasma. Pero no era un fantasma; yo estaba segura. Lo veía todos los días en la estación Acoyte del subte A. Todas las mañanas, yo esperaba en el andén, para ir al trabajo. Él me saludaba junto al cartel de propaganda, en medio de las vías.
Sonreía, agitaba su mano izquierda (porque con la derecha sostenía la jabalina) e inclinaba su cabeza, mientras me decía “Buen día, preciosa”. Era bastante alto, de cabello oscuro y ojos grandes. Su sonrisa dejaba ver los dientes blanquísimos y estiraba los labios gruesos. Llevaba ropa deportiva: pantalón corto azul, remera blanca y zapatillas del mismo color. La ropa parecía un poco antigua.
Las primeras veces, yo miraba a la gente que estaba a mi lado. Nadie parecía reparar en él. Una vez, me animé y le pregunté a un hombre gris de traje gris con portafolios gris:
—¿No le parece peligroso que aquel muchacho esté en medio de las vías?
—¿Qué muchacho? —preguntó el hombre gris.
—Aquél, ¿no lo ve?, el que nos saluda con la mano, el de la jabalina…
El hombre gris me miró con cara rara, sacudió la cabeza y se alejó de mí, como espantado. ¡Hay cada loco suelto!
Lo intenté varias veces, pero llegué a la conclusión de que nadie lo veía. Y yo no estaba inventando, ni mucho menos… Siempre fui una persona seria, coherente, lúcida y perfectamente normal. Además, mi hija también lo vio una mañana. Y él le tiró un beso. ¡Claro! Estaba más cerca de su edad que de la mía.
Una mañana, comenté el asunto con el policía que estaba al lado de los molinetes.
—Un viejo me dijo algo parecido, hace tiempo: a él lo saludaba una chica rubia —comentó—. Después no lo vi más. A mí me hace acordar, lo que usted describe, al muchacho que se mató hace muchos años en el subte. Alguien me contó la historia. No sé si fue acá, en Acoyte; ni siquiera sé si fue en esta línea.
—¿Un muchacho que se mató? ¿Cómo fue? —pregunté con curiosidad— ¿Lo pisó el tren?¿Se suicidó?
—No, qué se va a suicidar… Estaba en el andén con otros pibes, jodiendo… Ya sabe cómo son los pibes… Venían de unas competencias deportivas y él traía la jabalina que lanzaba. En una de ésas, uno lo empujó sin querer. El chico se cayó y con la jabalina tocó las dos vías y ahí nomás murió electrocutado. Dicen que fue horrible, pobre santo.
El relato me impresionó mucho. Si en verdad el muchacho estaba muerto, ¿por qué yo lo veía con tanta claridad? Y lo escuchaba, además.
Al poco tiempo, se le dio por jugar. Saltaba y se paraba entre las dos vías de mi lado, hasta que veía la llegada del subte. Corría y, cuando el tren lo alcanzaba, lanzaba bien lejos su jabalina. Yo subía al vagón escuchando sus carcajadas. Era tan alegre, tan fresco, tan simpático…
Ya le había tomado mucho cariño. Era la primera –la única- cara amiga que veía por las mañanas. Soy una mujer solitaria: mi hija es grande y tiene su vida propia; solo nos vemos de vez en cuando. No tengo otros parientes ni amigos. Por eso, aquel “Buenos días, preciosa”, comenzó a convertirse en la fuerza motriz de mi tiempo tedioso, rutinario, sin emociones, sin planes de futuro. Con un gesto, me invitó, una vez, a acompañarlo. Extendía su mano hacia mí y sus ojos esperaban mi aceptación. Yo dudé. Varios días, dudé.
Sin embargo, una mañana de enero, fue tan magnética su sonrisa, que sentí que una luz dorada brotaba de la punta de sus dedos hacia mi mano. Y entonces, salté a las vías, justo cuando entraba el subte en la estación.
A él no lo he vuelto a encontrar. Pero hay un joven al que saludo todas las mañanas. Está de pie en el andén, esperando la llegada del subte. Seguramente, va al trabajo. Viste un pantalón gris, un saco Príncipe de Gales y una corbata demasiado aburrida para su edad. Se le nota en la cara que no es feliz. Me regala una sonrisa triste cuando me mira y yo alzo la mano izquierda para saludarlo –porque con la derecha sostengo una rosa-, mientras le digo “Buenos días, mi amor”.
Me pregunto cuánto tardará en aceptar mi invitación.
Marita von Saltzen
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