Su plumaje blanco
y su porte elegante se distinguen de lejos cerca de un curso de agua o en un
campo inundado. Cuando vuela, lentamente y con el cuello recogido, se recorta
su silueta en el color celeste, gris o rosado del cielo.
De pie en el
fondo, observa quieta el curso de agua, para lanzar un picotazo certero cuando
un pez o una rana pasa por allí. Si nada consigue, se conforma, ya en tierra,
con algún insecto o un pequeño reptil.
Sus plumas
nupciales –egretas- casi la llevaron a la extinción en el siglo XIX, cuando se
las usaba para adornar los sombreros. Por suerte, la moda pasó y las
poblaciones de garzas sobrevivieron. Hubiera sido una pena no ver más a estas
bellísimas aves que están presentes hasta en la mitología griega. ¿No les
parece?
En las islas al sur del canal de Beagle, vivían
los yaganes o yámanas, indígenas nómades canoeros. Ellos contaban una leyenda
sobre el origen de las garzas, una leyenda de amor y traición.
En una bahía, al resguardo del viento, una pareja
vivía en su choza hecha con ramas y cuero de foca. Todas las mañanas, apenas salía
el sol, Garza Nocturna se iba sola a pescar en su canoa. Encomendaba su suerte
a su dios único, Mamihlapinatapai, se colgaba del cuello un collar de
caracolitos y otro de huesos de pájaro, y partía. Había aprendido a remar sin
engancharse en las algas y a manejar el arpón; también pescaba con caña usando
el sedal que había fabricado con sus propios cabellos trenzados. Si era
necesario, se tiraba al mar para recoger la presa.
Pero esta mujer no contaba solamente con la ayuda
de su dios y de sus habilidades. La verdad es que conseguía una buena cantidad
de peces con la colaboración de Martín Pescador, su amante.
Por eso, para esta tarea, que repetía diariamente,
siempre evadía la compañía de su marido. Al regresar, Garza Nocturna le pedía
que se ocupara de desembarcar lo que había pescado y lo preparara para la
comida. Ponía como excusa un fuerte dolor de vientre. Como ella sabía que este
trabajo le llevaría un buen rato al pobre hombre, volvía a encontrarse con
Martín Pescador para festejar su aventura.
Sin embargo, no era común que una mujer pescara
sola y -mucho menos- que consiguiera semejante abundancia de peces. Por eso los
otros hombres comenzaron a sospechar y se lo dijeron al marido. Naturalmente,
se enfureció. Entonces dejó de ayudarla en la cocina.
—Es trabajo de mujer —le dijo— y no lo voy a
volver a hacer.
A ella le extrañó este cambio, porque desde su
iniciación los hombres tenían la obligación de ayudar a sus mujeres, pero de
todos modos siguió con sus encuentros furtivos. La pasión por su amante la
dominaba.
Pero un día su esposo la descubrió. Furioso,
regresó a la choza y fabricó un arpón con cuatro puntas de hueso firmemente unidas
a una vara, igual al que usaban los que pescaban cangrejos.
Cuando ella volvió y fingió, como era su
costumbre, una descompostura, él la siguió.
El abrazo entre Garza Nocturna y Martín Pescador
fue traspasado por el arpón. El arma los sostuvo clavados a la tierra. Pero no
era la tierra sino el aire el lugar en donde tanto amor sobreviviría para
siempre. Y transformados en aves,
extendieron sus alas y se alejaron.
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