jueves, 22 de enero de 2015

La garza blanca


Su plumaje blanco y su porte elegante se distinguen de lejos cerca de un curso de agua o en un campo inundado. Cuando vuela, lentamente y con el cuello recogido, se recorta su silueta en el color celeste, gris o rosado del cielo.
De pie en el fondo, observa quieta el curso de agua, para lanzar un picotazo certero cuando un pez o una rana pasa por allí. Si nada consigue, se conforma, ya en tierra, con algún insecto o un pequeño reptil.
Sus plumas nupciales –egretas- casi la llevaron a la extinción en el siglo XIX, cuando se las usaba para adornar los sombreros. Por suerte, la moda pasó y las poblaciones de garzas sobrevivieron. Hubiera sido una pena no ver más a estas bellísimas aves que están presentes hasta en la mitología griega. ¿No les parece?


En las islas al sur del canal de Beagle, vivían los yaganes o yámanas, indígenas nómades canoeros. Ellos contaban una leyenda sobre el origen de las garzas, una leyenda de amor y traición.
En una bahía, al resguardo del viento, una pareja vivía en su choza hecha con ramas y cuero de foca. Todas las mañanas, apenas salía el sol, Garza Nocturna se iba sola a pescar en su canoa. Encomendaba su suerte a su dios único, Mamihlapinatapai, se colgaba del cuello un collar de caracolitos y otro de huesos de pájaro, y partía. Había aprendido a remar sin engancharse en las algas y a manejar el arpón; también pescaba con caña usando el sedal que había fabricado con sus propios cabellos trenzados. Si era necesario, se tiraba al mar para recoger la presa.
Pero esta mujer no contaba solamente con la ayuda de su dios y de sus habilidades. La verdad es que conseguía una buena cantidad de peces con la colaboración de Martín Pescador, su amante.
Por eso, para esta tarea, que repetía diariamente, siempre evadía la compañía de su marido. Al regresar, Garza Nocturna le pedía que se ocupara de desembarcar lo que había pescado y lo preparara para la comida. Ponía como excusa un fuerte dolor de vientre. Como ella sabía que este trabajo le llevaría un buen rato al pobre hombre, volvía a encontrarse con Martín Pescador para festejar su aventura.
Sin embargo, no era común que una mujer pescara sola y -mucho menos- que consiguiera semejante abundancia de peces. Por eso los otros hombres comenzaron a sospechar y se lo dijeron al marido. Naturalmente, se enfureció. Entonces dejó de ayudarla en la cocina.
—Es trabajo de mujer —le dijo— y no lo voy a volver a hacer.
A ella le extrañó este cambio, porque desde su iniciación los hombres tenían la obligación de ayudar a sus mujeres, pero de todos modos siguió con sus encuentros furtivos. La pasión por su amante la dominaba.
Pero un día su esposo la descubrió. Furioso, regresó a la choza y fabricó un arpón con cuatro puntas de hueso firmemente unidas a una vara, igual al que usaban los que pescaban cangrejos.
Cuando ella volvió y fingió, como era su costumbre, una descompostura, él la siguió.

El abrazo entre Garza Nocturna y Martín Pescador fue traspasado por el arpón. El arma los sostuvo clavados a la tierra. Pero no era la tierra sino el aire el lugar en donde tanto amor sobreviviría para siempre. Y  transformados en aves, extendieron sus alas y se alejaron. 

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