Marina era maestra de tercer grado en una escuela a
diez cuadras de su casa. De lunes a viernes salía temprano, con el tiempo justo
para hacer el recorrido a pie, tranquila, sin ningún temor a llegar tarde. Para
ella, era la mejor manera de empezar el día absolutamente relajada, después de
un ejercicio que, sin duda, le hacía muy bien.
El grupo de alumnos que le había tocado ese año no
era nada fácil: muchos chicos tenían dificultades de aprendizaje; un par de sinvergüenzas
se dedicaba a molestar a los demás; un nene con serios problemas familiares no
lograba adaptarse al grupo, ni a ella, ni a la escuela. En fin, Marina llegaba
exhausta a la hora de salida y no había caminata que lograra calmar su estado
nervioso. Solo la soledad, el silencio y la tranquilidad de su casa conseguían
el milagro.
Varios días seguidos había llovido. Marina nunca
había renunciado a su entrañable costumbre de caminar al trabajo. Sin embargo,
un día se vio obligada a ir en su coche, un Fiat de color rojo, para poder
cargar en él dos grandes bolsas con ropa para llevar al lavadero. Dejó las
bolsas en “Burbujas” y estacionó en la esquina de la escuela.
Ocho horas después, cansada y abrumada como siempre,
salió de su trabajo y, según su costumbre, caminó hasta su casa.
Se dio una ducha, miró un rato la televisión y se
dispuso a cocinar. Puso agua y verduras en una olla. El día húmedo y fresco se
prestaba para disfrutar de una buena sopa.
Fue entonces cuando recordó su auto.
“¡Qué boba!”, pensó. “No puedo dejarlo en la esquina
de la escuela toda la noche”, se dijo. Tomó las llaves y salió.
Mientras caminaba, observó que, extrañamente, el llavero
no era el de siempre. “Raro”, pensó alzando los hombros en señal de
indiferencia.
Al llegar, no vio su auto en la esquina que ella
recordaba. Accionó la alarma y las luces parpadearon en un Fiat similar al de
ella, pero de color blanco.
“¿Habré confundido las llaves con algún compañero?”,
se preguntó. Pero no lo dudó: subió al otro coche y se fue a su casa.
Al entrar, sintió un aroma diferente. Levantó la
tapa de la olla, dispuesta a servirse el primer plato de sopa, cuando vio que
lo que contenía era una carne en salsa de tomate. Le dio igual. Resignada, comió,
lavó los platos y se sentó en el living a mirar televisión.
“Uh… ¡la luz de la cocina!”, refunfuñó de pronto y
se puso de pie. Se equivocó: esa luz estaba apagada, así que apagó la del baño,
que sí estaba encendida.
Al rato, fue a buscar la bolsa de basura para
sacarla a la calle. La ató y la dejó en el canasto de la vereda.
Giró para volver a su casa, y allí estaba: una casa
completamente diferente de la suya, con su Fiat rojo estacionado en la puerta.
Me encantó el enlace desde FB al blog... ¡Genia Marita!
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