Fue un amanecer poco común. Los que madrugaron, pudieron ver que ese día llovían besos.
Muy contrariado, un hombre de traje oscuro abrió su
paraguas —lo llevaba siempre, aun en días soleados— para que ningún beso
pudiera rozarlo.
Una viejita, que arrastraba un changuito, inclinó su cara para atrapar algún besito entre los pliegues de su mejilla. Otra, que también había salido para hacer las compras, abrió su bolsa con las dos manos: si lograba llenarla, disfrutaría de los besos más tarde, acurrucada en el sillón para disfrutar de la novela de la tarde.