Fue un amanecer poco común. Los que madrugaron, pudieron ver que ese día llovían besos.
Muy contrariado, un hombre de traje oscuro abrió su
paraguas —lo llevaba siempre, aun en días soleados— para que ningún beso
pudiera rozarlo.
Una viejita, que arrastraba un changuito, inclinó su cara para atrapar algún besito entre los pliegues de su mejilla. Otra, que también había salido para hacer las compras, abrió su bolsa con las dos manos: si lograba llenarla, disfrutaría de los besos más tarde, acurrucada en el sillón para disfrutar de la novela de la tarde.
En el jardín de una casa, un perrito ladró contento
un buen rato con su colita abanicando besos.
Una señora salió corriendo asustada: nunca en su
vida había recibido tantos besos juntos (la pobre).
Algunos niños de guardapolvo blanco hicieron una
ronda, cantaron y, mientras veían caer besos de todos colores, armaron un
ramillete para la maestra.
A mitad de cuadra entre la boca del subte y la
verdulería, una pareja joven discutía a los gritos. Ni siquiera habían notado
esa lluvia tan peculiar, cuando un beso grande, muy rojo, se detuvo entre sus
rostros enfrentados.
No lo
pensaron: simultáneamente, estiraron sus bocas para atraparlo. Un buen rato lo
retuvieron entre sus labios. Después, comenzaron a caminar abrazados.
Marita von Saltzen
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