La cautiva - Malena Berrueta |
El capitán descubrió a la cautiva acurrucada en
un rincón de la ruca, entre las indias. Todas temblaban como ella,
aterrorizadas por el ataque blanco que destruía la toldería y mataba a sus
hombres.
El
español la miró, intrigado y curioso, buscando identificar en su memoria
aquella cara que, a duras penas, reconocía.
–¿Cómo
es tu nombre? –preguntó.
–Likan
–contestó la mujer.
–Y eso
¿qué significa?
–Piedra
de luz.
Ella
trataba de esquivar aquella mirada inquisidora. Cuando dijo su nombre, recordó
sus primeros tiempos entre los ranqueles, cuando se animaba a la rebeldía y
luchaba con furia por escapar de las manos sedientas que querían beber su
trofeo. Sus ojos centelleaban en aquel entonces y fueron esas chispas las que
sugirieron el nombre: likan, pedernal, la piedra de la machi dentro del tambor
ritual, la piedra fuego, sol, luz.
–Ése no
es tu verdadero nombre. Tú eres blanca. ¿Cómo te llamas?– insistió el capitán.
–Yo no
soy huinca, capitán; hace tiempo sí fui blanca, pero ahora soy india –era casi
una súplica en su voz.
–¡No
blasfemes, muchacha! ¡Ven conmigo! ¿Cuál es tu nombre?
–¡No lo
recuerdo! –lo desafió Likan.
Por un
segundo apenas, él reconoció la mirada de antes, la de diez años atrás, cuando
Dorotea Bazán era adolescente y el malón se la llevó del fortín de Blanco
Grande.
–Eres
Dorotea Bazán –aseguró.
–Era,
sí. Pero acá tuve tres hijos. Murieron los dos mayores, pero me queda el más
pequeño.
El
capitán insistió. Era inadmisible que aquella mujer quisiera quedarse con los
bárbaros que la habían secuestrado.
–Olvida
a ese chico. Tu familia te está esperando.
¿Olvidar?
¿Acaso era posible? Se preguntó cuál era en realidad su verdadera familia.
Likan había sido protegida y cuidada por su señor piel de cobre cuando las
indias la agredían, celosas. Había visto crecer a sus hijos, tan hermosos,
junto a él. Había aprendido a disfrutar el aroma ranquel de la tierra húmeda.
¿Cómo podía olvidar el dolor de su gente? ¿Cómo podía renunciar al grito del
aire pampa que era ya su propio grito?
–¿Dónde
está tu hijo?
–Huyó a
campo traviesa. A sus siete años ya sabe bien lo que los civilizados como
ustedes son capaces de hacerle.
Por un
momento, recordó Likan su propia infancia, sus siete años vestidos de
terciopelo y encaje. Y en los rostros blanquísimos de sus padres adivinó el
amor opacado por el rechazo visceral hacia la hembra de indio.
Entonces,
aprovechó un descuido del capitán y corrió. Intuyó el mejor caballo, montó en
cuero, ligera como su señor le había enseñado, y se perdió en el desierto pampeano,
en busca de su hijo.
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