I El lector es un amigo, no un enemigo ni tampoco un espectador.
II La ficción que no sea una aventura personal de su autor al adentrarse en lo desconocido o en aquello que más miedo le da, solo merece la pena escribirse por dinero.
III Nunca utilice la palabra "entonces" como conjunción, ya tenemos la palabra "y" para eso. El uso de todos esos "entonces" no es más que la falsa solución que un escritor perezoso ha tomado ante el problema de tener demasiadas repeticiones de la conjunción "y" en una sola página.
IV Escriba siempre en tercera persona, a menos que haya encontrado una voz realmente distintiva con la que narrar en primera persona y no sea capaz de quitársela de la cabeza.
V En un tiempo en el que la información es gratuita y de acceso universal, el hecho de pasar demasiado tiempo documentando su novela hace que tanto la documentación como la propia novela se devalúen sin remedio.
VI La ficción más autobiográfica es la que requiere más inventiva. Nadie ha escrito jamás una historia más autobiográfica que La metamorfosis.
VII Verá más estando sentado en un sitio que corriendo detrás de algo.
VIII Es difícil creer que alguien que tenga conexión a internet en su lugar de trabajo pueda llegar a escribir buena literatura.
IX Los verbos interesantes rara vez son muy interesantes.
X Necesita haber amado algo para poder ser despiadado con ello.
Fragmento
de Las correcciones
"Escuchó los
botes de la pelota, los exagerados gemidos de su madre y sus exasperantes
gritos de ánimo («Uuu, muy bien, Gary»). Peor que una paliza, peor incluso que
el mismísimo hígado, era el sonido de alguien que no fuera él jugando al
ping-pong. Sólo el silencio era aceptable, por infinito en potencia. El tanteo
del pimpón iba subiendo hasta llegar a veintiuno, y ahí terminaba la partida, y
luego eran dos partidas, y luego tres, y para las personas implicadas en el
juego aquello estaba muy bien, porque se habían divertido, pero no estaba nada
bien para el chico sentado a la mesa, un piso más arriba. Había participado en
los sonidos del juego, invirtiendo en ellos con toda esperanza, hasta el punto
de desear que no cesaran nunca. Pero cesaron, y él seguía sentado a la mesa,
sólo que media hora más tarde. El tiempo de después de cenar, devorándose a sí
mismo en un ejercicio de futilidad. Ya a la edad de siete años intuía Chipper
que aquel sentimiento de futilidad iba a ser una constante en su vida. Una
espera aburrida y, luego, una promesa sin cumplir, y darse cuenta, con terror,
de lo tarde que era.
Esta futilidad tenía, por así decirlo, su sabor.
Si se rascaba la cabeza o se frotaba la nariz, los dedos transmitían algo. Un
olor a yo.
O, también, el olor de las lágrimas incipientes.
Hay que imaginar los nervios olfativos efectuando un muestreo de sí mismos, con
los receptores registrando su propia configuración.
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