viernes, 30 de septiembre de 2022

Decálogo de Jonathan Franzen

 

Nació en 1959 en Western Springs, Illinois, Estados Unidos. Escritor y ensayista, se graduó en Estudios Germánicos y en Alemania estudió Filología Germánica. La ciudad veintisiete, su primera novela, apareció en 1988 y tuvo buena crítica. Es una novela ambientada en San Luis, la ciudad donde creció. Cuatro años más tarde publicó Movimiento fuerte. Estos dos primeros trabajos no suscitaron gran interés. Recién en 2001, saltó a la fama con Las correcciones. Ha recibido varios premios y reconocimientos.


I El lector es un amigo, no un enemigo ni tampoco un espectador.

II La ficción que no sea una aventura personal de su autor al adentrarse en lo desconocido o en aquello que más miedo le da, solo merece la pena escribirse por dinero.

III Nunca utilice la palabra "entonces" como conjunción, ya tenemos la palabra "y" para eso. El uso de todos esos "entonces" no es más que la falsa solución que un escritor perezoso ha tomado ante el problema de tener demasiadas repeticiones de la conjunción "y" en una sola página.

IV Escriba siempre en tercera persona, a menos que haya encontrado una voz realmente distintiva con la que narrar en primera persona y no sea capaz de quitársela de la cabeza.

En un tiempo en el que la información es gratuita y de acceso universal, el hecho de pasar demasiado tiempo documentando su novela hace que tanto la documentación como la propia novela se devalúen sin remedio.

VI La ficción más autobiográfica es la que requiere más inventiva. Nadie ha escrito jamás una historia más autobiográfica que La metamorfosis.

VII Verá más estando sentado en un sitio que corriendo detrás de algo.

VIII Es difícil creer que alguien que tenga conexión a internet en su lugar de trabajo pueda llegar a escribir buena literatura.

IX Los verbos interesantes rara vez son muy interesantes.

Necesita haber amado algo para poder ser despiadado con ello.

 

Fragmento de Las correcciones

"Escuchó los botes de la pelota, los exagerados gemidos de su madre y sus exasperantes gritos de ánimo («Uuu, muy bien, Gary»). Peor que una paliza, peor incluso que el mismísimo hígado, era el sonido de alguien que no fuera él jugando al ping-pong. Sólo el silencio era aceptable, por infinito en potencia. El tanteo del pimpón iba subiendo hasta llegar a veintiuno, y ahí terminaba la partida, y luego eran dos partidas, y luego tres, y para las personas implicadas en el juego aquello estaba muy bien, porque se habían divertido, pero no estaba nada bien para el chico sentado a la mesa, un piso más arriba. Había participado en los sonidos del juego, invirtiendo en ellos con toda esperanza, hasta el punto de desear que no cesaran nunca. Pero cesaron, y él seguía sentado a la mesa, sólo que media hora más tarde. El tiempo de después de cenar, devorándose a sí mismo en un ejercicio de futilidad. Ya a la edad de siete años intuía Chipper que aquel sentimiento de futilidad iba a ser una constante en su vida. Una espera aburrida y, luego, una promesa sin cumplir, y darse cuenta, con terror, de lo tarde que era.
Esta futilidad tenía, por así decirlo, su sabor.
Si se rascaba la cabeza o se frotaba la nariz, los dedos transmitían algo. Un olor a yo.
O, también, el olor de las lágrimas incipientes.
Hay que imaginar los nervios olfativos efectuando un muestreo de sí mismos, con los receptores registrando su propia configuración.

El sabor del daño hecho a uno mismo, durante un fin de tarde basureado por el desprecio, acarrea también extrañas satisfacciones. Los demás dejan de ser lo suficientemente reales como para llevar la culpa de cómo se siente uno. Sólo uno mismo, con la propia negativa, queda en pie. Y, como ocurre con la auto conmiseración, o con la sangre que nos llena la boca cuando acaban de arrancarnos una muela —los jugos férricos, salados que nos tragamos, no sin antes detenernos a saborearlos—, el rechazo tiene un sabor cuyo punto de agrado no resulta difícil de adquirir. " 

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