¿A quién no le han contado alguna vez una historia fantástica, como la del chico que, después de haber ingerido un somnífero sin darse cuenta, descubrió la falta de un riñón, o la del enterrado vivo que arañó el cajón al despertar, o la de los fantasmas del castillo de Luis María Campos y Olleros, en el barrio de Belgrano? ¿Podemos asegurar que estas y otras historias, extravagantes, pero verosímiles, son simplemente mentiras?
Son las llamadas leyendas urbanas. Brotan por todos lados, se transforman continuamente. Se difunden de boca en boca, por los medios de comunicación y, ahora también, por la red. (Aunque lo de la red es otra historia, puesto que la difusión tiene como fin juntar direcciones de correo para los spam).
A todos podría pasarnos algo así, como lo que se
cuenta. Por eso, para darle más credibilidad, hay quienes aseguran que lo saben
de buena fuente (un amigo de un amigo, un vecino confiable, un conocido de un
pariente cercano...). También ayudan a la difusión aquellos que no creen, los
refutadores de leyendas –como los llama Alejandro Dolina- : “Me contaron una
estupidez imposible de creer; me contaron que...”
Son historias atrapantes, fascinantes. He aquí un
ejemplo (1):
Era una gran fiesta. Luces y música en la terraza,
en una noche de luna llena. Sin embargo, él estaba aburrido. Ninguna chica le
llamaba la atención. Ninguna le parecía diferente de las otras.
Hasta que ella llegó. Era alta y delgada, de cabello
oscuro y rizado. Su vestido largo y blanco de bambula era demasiado fresco para
la temperatura de esa noche y parecía un poco pasado de moda.
Él caminó hacia ella. De cerca era aún más hermosa.
La invitó a bailar. Después tomaron una copa. Por un movimiento torpe, él volcó
un poco de vino tinto sobre el vestido blanco. Sacó un pañuelo del bolsillo,
absorbió con él algo de vino y trató de limpiar inútilmente la mancha. Pensó
que ella estaría furiosa, pero se equivocó. Ni siquiera necesitó disculparse
muchas veces antes de que la chica lo mirara sonriente, como si no hubiera
pasado nada.
Cuando llegó la hora de la música lenta, hacía ya
rato que estaban juntos.
La fiesta terminó. Él quiso acompañarla hasta su
casa, pero ella se negó. Después, le permitió caminar unas cuantas cuadras con
ella. La luna los miró tomados de las manos. Hacía frío, así que él se sacó la
campera negra y la puso sobre los hombros helados de la muchacha. Cuando se
despidieron, cerca del cementerio de la Recoleta, él quiso saber su apellido,
su dirección, su teléfono.
—No es necesario —aseguró ella—. Los dos vivimos en
este barrio. Seguramente nos encontraremos pronto.
Él esperó. Recorrió las calles en busca de un
encuentro casual que nunca se produjo. Finalmente, se decidió a preguntar por
ella a los vecinos. Solo sabía su nombre.
Después de varios días sin respuesta, un hombre
creyó recordar a una joven de esas características.
—Vivía en aquella esquina —dijo, señalando una casa
blanca con un jardincito en la entrada.
El muchacho tocó el timbre. Salió a abrir una señora
elegante, de unos cincuenta años.
Se puso pálida cuando él le nombró a la chica, le
contó cómo la había conocido y le preguntó si estaba en casa.
Lo hizo pasar. Sobre la repisa de la chimenea, había
varias fotos en las que él reconoció a la joven de la fiesta.
—Era mi hija —dijo la mujer—. Falleció hace diez
años.
Al día siguiente, fueron juntos al cementerio. La
tumba tenía una cruz con la foto de la muchacha, que llevaba puesto el vestido
blanco con que él la conoció.
Sin embargo, lo más escalofriante fue que la campera
negra, que él había puesto sobre sus hombros, colgaba de la cruz. Asomaba
apenas, en el bolsillo, el pañuelo manchado con vino tinto.
Marita
von Saltzen
(1) Esta historia es verídica. Me la contó una amiga
mía que vive en Recoleta, cerca de la casa de la protagonista, que jamás me
dijo una sola mentira en toda su vida.
divino
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