El ceibo es un árbol americano no muy alto, de
tronco retorcido. Las semillas están dentro de sus vainas oscuras y no muy
grandes. Las flores son de color rojo intenso.
El 23 de abril de 1942, la flor
del ceibo fue declarada Flor Nacional de la República Argentina (también es la del
Uruguay).
Hace años, en los patios de
todas las escuelas de Buenos Aires había un ceibo para que los chicos lo
conocieran bien. Recuerdo que, con las flores caídas, todos hacíamos
“pajaritos” cortando y acomodando los pétalos. Cuando las escuelas se
remodelaron, desaparecieron aquellos viejos árboles. Es por eso que muchos chicos
de la ciudad no conocen la Flor Nacional.
El ceibo (o seibo) crece a
orillas de los ríos por todo el país y suele adornar los jardines. El frío del
invierno lo deja pelado y seco, pero con los primeros calores vuelven a crecer
las hojas y se cubre de racimos rojos.
Cuenta la leyenda que a orillas del Paraná, en una tribu guaraní, vivía
la hija de un cacique. Se llamaba Anahí. Dicen que tenía una voz tan angelical
que los pájaros callaban y el río apagaba su rumor para escucharla cantar. Tan
bonito era su canto que hasta parecía embellecer su rostro, que no era
demasiado agraciado (era bien fea, dicen).
Cuando llegaron los españoles, dispuestos a echar a los indígenas de
sus tierras, los indios se defendieron con todo su valor. Anahí era menuda pero
brava en la lucha y alentaba a su pueblo a seguir defendiendo lo que les
pertenecía.
Un
día, la apresaron. Sin embargo, la muchacha logró soltarse de sus ataduras
aprovechando el sueño del centinela. Pero él, de pronto, despertó y Anahí lo
golpeó con una rama gruesa. Como el guardia murió por el golpe, los españoles,
furiosos, persiguieron y atraparon otra vez a la joven. La venganza no se hizo
esperar: la ataron a un árbol y le prendieron fuego, como a Juana de Arco.
Las llamas envolvieron el cuerpo indefenso de Anahí, que siguió
cantando a la tierra que tanto amaba, hasta que la muerte la hizo callar.
Al amanecer, el fuego se había apagado. Nada quedaba de la princesa
guaraní, pero en su lugar un árbol, que nunca nadie había visto antes,
estallaba en racimos de flores rojas. Había nacido la flor del ceibo, encendida
y aterciopelada, símbolo de una raza que no se rinde.
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