La mano se estiraba otra vez y volvía, nuevamente defraudada. Una toalla desnuda yacía sin vida sobre la calle mojada. Seguramente el viento del invierno la había despojado de la seguridad de alguna soga. La mano temblaba. La cabeza se alzó un instante y leyó un “Prohibido avecinar” que gritaba el cartel verde y rojo de la esquina. Hacía que el desamparo se agigantara. Es que no era cuestión de ver de cerca la miseria.
La mano frotaba su vacío en la camisa a cuadros. La vereda se estiraba y alisaba la desazón cargada de pasos rápidos. Clap clap. Clap clap. Clap clap.
Si un pensamiento puntiagudo no se hubiera clavado en su máscara ejecutiva, el retorcedor de veredas no habría llegado a tiempo. De pronto se detuvo y miró la mano puro hueso puro vacío pura mugre. Fue un segundo nada más. Ni siquiera quebró su cómodo silencio.
Solamente una moneda cayó en la esperanza desde otra mano efímera que evitó cuidadosamente el roce con la tristeza y con el hambre. No era cuestión.
Marita von Saltzen
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