Cuenta la leyenda que, entre los ranqueles de la provincia de La Pampa, vivía, hace mucho tiempo, Witrú, un indiecito bravo y rebelde. Era chiquito y, sin embargo, no se dejaba mandar, siempre protestaba por todo y no aceptaba ninguna clase de injusticia.
Witrú creció, aprendió a respetar a los mayores, se hizo hábil en el uso de la lanza y se convirtió en un joven valiente y fuerte, capaz de enfrentar a cualquier enemigo para defender a los de su raza.
La toldería
era, muchas veces, atacada por una tribu cercana, los toay. Witrú, entonces, luchaba al frente de sus
compañeros y los alentaba. No le importaba arriesgar su vida si se trataba de
salvar a los suyos.
Un día, los
enemigos lo capturaron. Para ellos, fue un gran triunfo haberlo apresado y,
orgullosos, lo exhibieron ante su pueblo como a un gran trofeo. Lejos de su
tierra, se sentía triste, humillado y furioso.
Él no era
hombre para vivir encerrado. Cuando cayó la noche, aprovechó el sueño del vigía
y logró escapar. Quería ir a pedir ayuda a otras tribus y, para hacerlo, debía
atravesar el monte pampeano con sus arbustos espinosos y enmarañados.
Era noche
cerrada. La oscuridad conspiraba contra él. Sin darse cuenta, se internó en el
corazón del monte. Apenas podía avanzar en la espesura. Las ramas y las espinas
lo lastimaban y la sangre que salía de sus heridas empapaba la tierra. De
pronto, ya no pudo soltarse de la vegetación que lo enredaba.
La sed, que
le hacía arder los labios, terminó por vencerlo.
Se sintió
perdido y se encomendó a su dios:
—Füta Chao, te lo suplico, ayuda a mi
pueblo, aunque yo no viva para protegerlo. Toma mi vida, si ese es tu deseo,
pero ampara, oh, gran Dios, a mi raza.
Mientras
tanto, sus enemigos y sus hermanos habían salido a buscarlo. Unos lo perseguían
para volver a encerrarlo; otros querían recuperar a su amigo perdido.
Y ese
amanecer lo encontraron: Witrú se había convertido en un árbol muy alto y muy
frondoso.
Los hilos
de su sangre derramada, transformados en larguísimas raíces aferradas a la tierra
—a la mapu que lo vio nacer—, buscan
agua para saciar su sed. Las ramas, cubiertas de espinas, siguen defendiéndose
de los enemigos que, quizás, quieran cortar el árbol. En el tronco se notan las
heridas del mapuche en la huida.
Desde
entonces, el caldén o witrú crece en
la pampa y sus frutos alimentan al ganado y a los ñandúes, que son los
encargados de desparramar sus semillas.
A veces, se
alza solitario e imponente en medio de la llanura, como símbolo del antepasado de
una raza que sigue luchando por sus derechos.
Marita von Saltzen
Me encantó. Gracias Marita. Besos Cristina Merino
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